domingo, 15 de julio de 2012


Las relaciones entre las personas son complejas, difíciles de entender. “Los que se pelean se desean”, “del amor al odio hay un paso”, “los polos opuestos se atraen” “quien bien te quiere te hará llorar”… son frases que yo nunca he llegado a entender del todo.

En mi opinión nuestro corazón tiene un número limitado de plazas libres que se van ocupando poquito a poco por personas que vamos conociendo en momentos y lugares determinados sin cumplir ningún patrón fijo, amigos, amores, da igual. Lo único que tengo claro es que en lo que a estas personas se refiere no existen normas que valgan. Nadie te asegura quien va a ocupar uno de esos lugares ni por qué, ni siquiera tú puedes intuirlo hasta que llega, y sólo entonces, lo sabes. A lo mejor no tienes razones con las que argumentarlo pero tú lo sabes desde el primer momento. Sabes que esa persona que acabas de conocer va a marcar un antes y un después en tu vida, que va a estar mucho tiempo incrustada en tu corazoncito, que probablemente te de muchas alegrías y también muchos quebraderos de cabeza, que pasará inevitablemente por encima de muchas otras personas que rondaban por tu vida mucho antes y que puede que tengan más motivos válidos y argumentables para estar ahí pero que por alguna razón nunca llegaron a hacerlo del todo, que pondrá tus ideas, tus principios y toda tu vida patas arriba y que te influirá tanto que seguramente te cambie, pero ante eso tú sólo puedes sonreír. Es ahí, en ese momento, cuando sonríes y te das cuenta de que de eso va la vida, de cómo sin razón aparente aparece una especie de conexión invisible entre dos personas aleatorias (o eso parece) que las une desde el primer momento haciéndose cada vez más y más fuerte hasta crear una especie de dependencia entre ambas, y puede sonar insano pero a mí me parece una de las cosas más bonitas que existen.

Personas así hay muy poquitas, contadas con los dedos de una sola mano y aún sobran, pero ellas nos dan la vida, sacan la mejor versión de nosotros mismos, nos hacen sonreír día tras día y nos permiten ser felices por encima de todo. Y yo puedo tener millones de defectos, miles de millones, pero si hay algo de lo que estoy orgullosa es de tener la capacidad de darme cuenta de estas cosas, de reconocer cuando una persona vale la pena, de saber apreciarlo y de no tener un gigantesco orgullo que me impida reconocerlo y agradecerlo.

Y cada uno tendrá su situación particular pero yo en mi caso no estoy hablando de novios ni de medias naranjas, yo sólo hablo de personas cuya presencia me hace feliz a diario, de las que dependo irremediablemente y que me importan más que cualquier cosa en el mundo. Cada uno que lo llame como quiera, yo les llamo mejores amigos o simplemente amigos de verdad.

sábado, 31 de marzo de 2012

El que esté libre de pecado que tire la primera piedra

Desde pequeñita mis padres han intentado enseñarme a hacer las cosas bien. Me castigaban cuando desobedecía, actuaba de forma egoísta o hacía daño a alguien. Ellos lo hicieron lo mejor que pudieron y quiero pensar que hicieron un buen trabajo. A medida que fui creciendo fui tomando mis propias decisiones, ya no había nadie detrás diciéndome que hacer, advirtiéndome de lo que estaba bien y lo que estaba mal. En mi vida he cometido errores, muchos, unos peores que otros, con algunos he hecho daño a algunas personas y por todos y cada uno de ellos he sufrido y me he arrepentido con todo mi corazón. Le he dado vueltas y vueltas en la cama, reflexionando sobre cada uno de mis actos e inventando mil maneras en las que podía haber evitado todo, torturándome a mí misma, sintiéndome la peor pers>ona del planeta.

Pero después de todas las lágrimas, de todos los suspiros y los deseos de volver a atrás para borrar aquello que un día hice inconsciente de las consecuencias, sólo queda una experiencia, una enseñanza. Y siempre llega un día en que dejo de mirar hacia atrás, me secó los ojos, vuelvo a valorarme y le doy la vuelta a la tortilla, utilizando todo eso que aprendí para hacerlo mejor la próxima vez. Porque me he dado cuenta de que somos humanos, y como humanos todos y cada uno de nosotros nos equivocamos alguna vez, y que eso no nos hace malas personas. Lo que diferencia a las buenas personas de las malas no es la cantidad de cagadas que hacen, sino las primeras tienen la valentía suficiente para reconocer que la han cagado y así poder aprender de ello.Lo siento.

Lo siento por todas las personas a las que he hecho daño a lo largo de mi vida, Dios sabe que ni una sola vez ha sido a propósito y que he pagado por todas ellas. Sólo pido a todas esas personas que no saben como soy, que no me conocen realmente, ni conocen mi vida, ni mis circunstancias, ni saben si lo he pasado bien o mal, ni saben realmente nada de mi, que no intenten juzgarme. Nadie tiene el derecho de juzgar a nadie porque sólo cada uno de nosotros sabe lo que tenemos en el corazón y creedme que duele cuando te juzgan sin conocer. No nos creamos dioses, preocupémonos cada uno de nuestra propia conciencia y de reparar nuestros propios fallos que seguramente son igual o incluso más importantes que aquellos de esas personas a las que nos creemos con derecho de juzgar.

domingo, 8 de enero de 2012

Sonrisas de esas inexplicables con las que te vas a la cama después de un día como otro cualquiera. Esas sonrisas son las que a mí me gustan, son las que yo quiero.
Las personas, como personas que somos, tenemos diferencias, muchas, muchísimas, pero todos y cada uno de nosotros obramos para un mismo fin ,aunque de diferente forma, todos queremos ser felices. Pero ¿qué es lo que verdaderamente nos hace felices? Ojalá pudiera escribir ahora un párrafo más o menos extenso, más o menos inspirador sobre la verdadera felicidad con el que todos nos sintiésemos identificados y que tras leerlo dejase en todos una ligera sensación de satisfacción por unas palabras bien escogidas y unas ideas bien expresadas. Sin embargo la realidad es que, a mi modo de ver, no todos somos felices con las mismas cosas. Algunos disfrutan con actividades que consideran placenteras, otros buscan esta felicidad en los bienes materiales, otros necesitan aventura, cambios, acción en sus vidas, otros se sienten realizados haciendo el bien al prójimo… No puedo escribir una reflexión común sobre esto, por lo que sólo puedo basarme en mi propia y seguramente escasa experiencia. Llamadme tonta, facilona o que me conformo con poco, seguramente tendréis razón pero yo no necesito mucho para ser feliz. Yo prefiero ver esto como una ventaja, cuando menos necesitemos para ser felices, más felices conseguiremos ser ¿no? Y esque para mí la felicidad no está en las grandes cosas, está en los pequeños detalles del día a día. Yo no soy más feliz el día que me dan una buena nota en anatomía, o el día que me regalan un móvil de última generación, ni siquiera ese viernes por la noche en que salgo a darlo todo bailando. Lo que a mí realmente me hace feliz es levantarme por la mañana y desayunar mis galletas de dinosaurios, despertarme con sus buenos días y acostarme con sus buenas noches, llegar a clase con un sueño horrible y ver a los petardos de todos los días y reír a carcajadas con ellos, desayunar napolitanas de chocolate en la cafetería con la mejor compañía posible y ponerme perdida de miguitas y de chocolate, quejarnos todos juntos de lo masocas que somos al haber elegido esta carrera, que la gente que me importa se acuerde de mi a lo largo del día, hacer el tonto con mi hermana por las tardes, las conversaciones profundas por las noches, las llamadas telefónicas interminables, cenar y ver la tele en familia…pequeñas tonterías que provocan esa sonrisa antes de ir a dormir, esa sonrisa que aparece sola sin darme cuenta, esa sonrisa prueba de que el día ha merecido la pena. Creo que estas sonrisas, las naturales, las que salen sólas, las del día a día, son las sonrisas de la verdadera felicidad, y puede que esto último si se pudiera extender a todos.
Sonrisas de esas inexplicables con las que te vas a la cama después de un día como otro cualquiera. Esas sonrisas son las que a mí me gustan, son las que yo quiero.

viernes, 30 de diciembre de 2011





Querido 2011:
Te conocí hace ya casi un año y he de reconocer que no di mucha importancia a tu llegada. Sé que en todo este tiempo que hemos pasado juntos nunca te he escrito ni dado la importancia que te mereces. Perdóname. Ahora nuestros días juntos se acaban y antes de decir adiós quería decirte todo lo que he pensado de ti a lo largo de estos 365 días que me has regalado. Igual te parece raro que te diga todo esto ahora que te vas, pero supongo que a veces el perder algo hace que te des cuenta de lo mucho ha significado en tu vida y de cuanto lo vas a echar de menos. Tú has sido uno de los años más importantes en mi vida. He conocido a otros 17 como tú pero hasta ahora ni uno sólo ha sabido darme tanto. Créeme cuando te digo que vengan los años que vengan, sean lo buenos que sean, para mí tú has sido alguien especial y no te voy a olvidar nunca, ojalá tú a mí tampoco.
Querido 2011, gracias. Gracias porque tú me has hecho crecer. Contigo he aprendido más cosas de las que aprendí con todos los demás juntos. Gracias por enseñarme lo que es el esfuerzo y gracias también por enseñarme las recompensas que este conlleva. Gracias por traer a mi vida tanta gente nueva, gracias por poner en mi camino a ciertas personas maravillosas sin las cuales no se como he vivido hasta ahora y gracias por mantener cerca a otras que ya conocía pero que tanto merecen la pena. Gracias, aunque parezca irónico, por los momentos malos, por todos los errores, por las lágrimas, por los llantos, gracias porque de ellos he aprendido, porque me han hecho madurar. Gracias 2011 porque gracias a ti soy mejor persona.
Querido 2011, lo siento. Lo siento porque no he sabido apreciarte siempre, lo siento porque muchas veces he deseado que te marcharas y no volvieras, sabes que nuestra relación ha sido muy intensa y ha tenido sus altos y sus bajos, lo siento por estos últimos, lo siento porque ojalá no tuvieras que irte, pero así son las cosas y así deben ser. Sé que después de ti vendrán otros, y deseo de corazón que sean tan increíbles como has sido tú, seguramente lo serán, algunos puede que mejores, es así. Espero con ansias y con optimismo la llegada del siguiente, con él no cometeré los mismos errores que contigo, voy a valorarle durante todos y cada uno de los días que pase con él y aprovechar cada segundo, 2012 promete desde ya, pero a ti 2011, a ti te prometo que no te voy a olvidar nunca.

jueves, 29 de diciembre de 2011

Y que seamos jóvenes eternamente...

Desde pequeños los niños siempre hemos querido crecer deprisa. Con 12 o 13 años, cuando empezamos a cambiar tanto física como psicológicamente, lo único que queremos es libertad, decidir por nosotros mismos, sentirnos maduros e independientes. Nuestros padres lo pasan muy mal en esa etapa de nuestras vidas. Ellos están ahí para retenernos, para sujetarnos, para decirnos que no corramos, que disfrutemos de cada segundo. Están ahí también para enseñarnos, para advertirnos, para decirnos que no estamos preparados aún para comportarnos como adultos. Nos dicen y nos repiten que si ellos pudiesen volver a ser niños no se lo pensarían dos veces, y a nosotros...nos entra la risa. ¿Quién puede preferir ser pequeño? Siempre sometidos a las órdenes de los adultos, incapaces de tomar sus propias decisiones, tantas veces mandados callar, reprimidos, infravalorados…¿Quién puede querer eso? Los niños queremos crecer, queremos salir solos, queremos quedarnos tarde viendo la tele, queremos comer lo que queramos sin que nadie nos obligue, queremos poder decidir por nuestra cuenta sobre nuestra vida. Y por eso, por mucho que hagan nuestros adultos cercanos, nosotros seguimos empeñados en no escuchar, pensamos “qué equivocados están, ya no recuerdan lo duro que es ser niño” y seguimos creciendo a toda prisa y deseando cumplir los ansiados 18, supuesta barrera que diferencia a una persona adulta de un niño (aunque desde mi punto de vista, es un poco ridículo que una simple cifra sea el límite entre dos estados personales tan claramente diferentes). Sin embargo, ¿qué pasa cuando cumplimos los 18? O incluso antes ¿qué pasa cuando se nos da de golpe toda esa libertad y capacidad de decisión que tanto anhelábamos? ¿Qué pasa cuando esas pequeñas decisiones que nosotros queríamos tomar como la hora de irse a la cama, el menú del día, el tiempo de hacer los deberes… se transforman en otro tipo de decisiones mucho más difíciles y mucho más importantes? ¿Qué pasa cuando dos de nuestros mejores amigos se pelean y no sabemos de que parte ponernos? ¿Qué pasa cuando te ofrecen tu primera calada o tu primer chupito? ¿Qué pasa cuando ese chico que tanto te gusta quiere algo más de ti? ¿Qué pasa cuando tienes que decidir sobre tu futuro? Las cosas no parecen tan fáciles entonces. Son muchas decisiones, todas muy importantes, y ¿Estamos preparados para llevarlas a cabo? Yo creo que muchas veces no, pero entonces ya no están nuestros adultos para decirnos que hacer. Y es entonces cuando tantas y tantas veces elegimos mal y ¿Cómo nos sentimos entonces? Tras la primera borrachera fuerte, tras perder a alguien importante, tras caer en le dependencia de las drogas o el tabaco, tras la primera vez que nos parten el corazón, tras sentirnos utilizados, tras escoger un futuro que no nos llena o no nos lleva a ninguna parte… Es en esos momentos cuando nos damos cuenta de que igual, sólo igual, teníamos que haber tenido más cuidado, teníamos que haber ido más despacio, tomarnos nuestro tiempo en escuchar a los mayores que igual sí sabían de qué hablaban, y aprender más sobre lo que nos esperaba después. Y es entonces cuando nos damos cuenta de que puede que no estuviese tan mal ser niños, y es que para bien o para mal hay algo que no cambiará nunca, que pasen las generaciones que pasen, los adultos siempre querrán ser niños y los niños, siempre querrán ser adultos.